29 de enero de 2011

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Tic-tac... tic-tac... tic-tac...
El tiempo pasa impasible ante la atenta mirada del minino que curva su delgado cuerpo frente a la jaula abierta.
Tic-tac... tic-tac... tic-tac...
Esta vez no hay nadie que le pueda impedir dar el salto y engullir... no, tal vez jugar, con el pitirrojo que limpia su plumaje con rápidos movimientos, casi espasmódicos, de su anaranjado pico.

- Pio, pio... - Canta el pitirrojo, mirando hacia la obertura de su jaula plateada. - Salir o no salir... - Debe ser la traducción.

Tic-tac... tic-tac... tic-tac...
Las manecillas del reloj se balancean lentamente sobre su eje, marcando la hora exacta de una inminente muerte.
Tic-tac... tic-tac... tic-tac...

- Miaaaauuuu - Maulla el gato pelirrojo mientras se despereza. - Tal vez si subo a la silla que hay junto a ese aparato que encierra al maldito pájaro... - Debe pensar.
- ¡Pio, pio! - Gorjea el atontádo pájaro moviendose a un lado y a otro en la barra que atraviesa la jaula. - ¡Si salgo no comeré! ¡No sé cazar! - Debe mascullar.

Tic-tac... tic-tac... tic-tac...
Con el sigilo del que son conocidos los felinos, el gato pelirrojo se acerca a su presa. Primero disimula usmeando el aire, luego se encorva, recula y salta hacia la silla: su trampolín hacia el éxito de la caza.
Tic-tac... tic-tac... tic-tac...

El pájaro vuela indeciso a un lado y a otro de la jaula, no muy grande, pero suficiente para permitirle semejante revuelo. Sus ojos cristalinos se fijan en el horizonte, la ventana está cerrada, la jaula: abierta.
El felino estira su delgado cuerpo hacia la jaula, apoyándose grácilmente sobre sus patas traseras. Sus uñas retráctiles asoman en sus patitas esponjosas y calentitas... pero sólo logra tocar el frío acero de la jaula.
El pitirrojo, estaba tan enfrascado en su dilema existencial, que a duras penas se dió cuenta de que dicha existñencia estaba a punto de no existir.
Más que piar, croaba como una rana. El pobre pájaro parecía gritar auxilio, pedir ayuda a cualquier ser superior, un Dios pagano que habita a las afueras de su jaula.
Tic-tac... tic-tac... tic-tac...

Y el gato sonríe, pero no como en los dibujos animados o en las viñetas de los cuentos infantiles; no, sonríe por dentro, con la mirada y con el cuerpo.
Piensa en retirar la pata del frío metal y volver a probar suerte. Un pájaro no es muy listo, pero un pájaro asustado es presa fácil, es tonto.
Mas algo le impide la retirada, algo tira de su peludita, esponjosa y calentita pata. Algo frío lo retiene. ¿Qué puede ser?

Tic-tac... tic-tac... tic-tac...
Anna entra en la habitación y contempla la estampa: el gato, estirado cuan largo es, hasta la jaula. El pájaro. gorjeando o, tal vez, gritando, volando de un lado a otro, zarandeando así la jaula.
Y Anna riendo, riendo como una loca. Con lágrimas acumulándose en el rabillo ambos ojos.
Tic-tac... tic-tac... tic-tac...

La jaula ya no estaba abierta. El gato, con su zarpazo, la había entornado al tiempo que introducía sus deditos peludos en la ranura semi-abierta. El pájaro, con su aleteo indeciso, había provocado que el gancho de la puertecita se fijara en uno de los barrotes más cercanos a la presilla.

Tic-tac... tic-tac... tic-tac...

El gato quedó atrapado. Una caza fallida. Otra vez será, minino.

Y ahora, el reloj reía.

~Fin
24 de enero de 2011

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Tirada en la carretera desierta, había una única moneda.
Era brillante y ligeramente gruesa, algo más grande que las monedas normales.
La tipografía era antigua y la efigie tosca.

Ahí estaba la moneda, lanzada desde una época remota hasta aquella desierta carretera.
Sólo una persona que pasara por allí y con la vista agudizada por los sentidos casi oníricos del destino, podría percatarse y parar junto a ella.

Era muy tarde, el sol se encontraba en ese punto en el que los desorientados no saben si amanece o anochece, y la moneda esperaba con su tosco rostro impasible, a que alguien se agachara y la meciera en sus bolsillos.

Y ahí estaba, un ford fiesta plateado de matriculación antigua. La velocidad, el destino, la agudeza visual o un cúmulo de todas estas cosas, hicieron que el ford fiesta frenara justo en el momento preciso.
Su ocupante, una mujer de rostro marcado por la edad, salió del coche y se dirigió hacia aquello que tanto brillaba.
Iba sola, el sol se ocultaba disipando las dudas de los desorientados, no había nadie en la carretera. Ella lo sabía, por eso paró justo en ese tramo.
Sabía que ahí estaría la moneda.
Tal vez su yo consciente no lo supiera, pero su yo inconsciente, ese del que tanto presume por su intución, le hizo coger el camino más largo, el más apartado de la civilización.

Miró al suelo sin ver; hasta que sus ojos se toparon con aquella moneda. Se agachó con tremendo esfuerzo, pues tenía la espalda algo desgastada por la edad, y recogió la moneda con cierto reparo; como si estuviera sucia, la restregó en su jersey de punto y, estirando su brazo en paralelo a su mirada, la observó con detenimiento.

Era una moneda dorada, con una tipografía antigua, un rostro tosco la observaba de reojo y con, lo que se podía deducir, media sonrisa.
La moneda brilló al alzarse la luna, ¿cuánto tiempo estuvo allí de pie, mirando una simple moneda antigua? No lo sabía, nadie lo supo.


A la mañana siguiente encontraron un ford fiesta estacionado en una carretera comarcal, la puerta del conductor abierta, las luces encendidas, el chivato emitiendo neutros pitidos de aviso... No había mujer. No había moneda.

~ Fin
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